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Joaquín Carbonell, las flores de ayer tan vivas

El cantautor Joaquín Carbonell. EFE/Javier Cebollada/Archivo

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Irrumpió en la música con un rotundo 'Dejen pasar'. Era su segundo disco y nunca le gustó demasiado -a sus seguidores sí- pero resumía el espíritu de aquella juventud absolutamente harta de franquismo, caciques, desigualdad y censura. Sin pedir permiso, Joaquín Carbonell les dijo: “háganse a un lado que vamos a entrar”. Por nosotros y por todos los que ni siquiera llegaron.

Nacido en Alloza, Teruel, Carbonell formó parte, como alumno, del mítico Colegio Menor San Pablo de la capital. En ese centro daban clases José Antonio Labordeta o Eloy Fernández Clemente (el creador de la Revista Andalán). Allí nació otra manera de enseñar, decían, y  otra manera de aprender. Todos ellos, con el dúo La Bullonera, con Javier Mas -el guitarrista que luego tocaría con Leonard Cohen-, con Plácido Serrano y Raúl Soria desde la Cadena COPE, puntal de la modernidad y el progresismo en aquella época –quién lo diría-  pusieron los cimientos de un Aragón nuevo y una España nueva.

Porque también nació otra forma de escuchar música, otro periodismo, otra sociedad, otra forma de hacer política desde el PSA que llevó diputados propios al Congreso en las primera elecciones democráticas. Y se entiende la importancia trascendental de crecer en madurez con estos estímulos en lugar de hacerlo con ruido, banalidad, mediocridad y miedo.

Todo aquello despegó. Aquel movimiento ayudó a los políticos en lo que se quería fuera –y no fue- la Transición. Con distintos acentos y formas Carbonell, Labordeta y los demás, cantaron al “Aragón que se rompía a pedazos en su agonía”, al que inundaron de pantanos para llevar electricidad a Cataluña que a la vez se nutría de emigración aragonesa, el que era dirigido “desde Madrid”.  Con especial interés Carbonell en romper los tópicos del cabezón tosco de pañuelo atado con el que se reían de los aragoneses mientras “sacaban tajada de esta guisa”. Duele ver a Aragón ahora apenas sin voz.

Joaquín Carbonell se quedó, otros se fueron, nos fuimos. Y siguió cantando, escribiendo literatura y entregándose al periodismo y a toda actividad creativa. Más aún que cantautor se multiplicó en facetas para convertirse en parte esencial de la cultura aragonesa. Hizo muchas cosas fuera, pero manteniéndose en Zaragoza haciendo tierra.

Estaba ingresado con coronavirus desde finales de julio. En la UCI. Parece que no padecía grandes patologías previas, salvo lo que cabe esperar pasados los 70, leo. Había mejorado, su hijo Nico llegó a pensar hasta que podría volver a cantar, pero al final no ha superado el maldito coronavirus. Este sábado, temprano, ha llegado la noticia de su muerte.

Y he ido recordando. entre otras muchas cosas, todas aquellas canciones que cantábamos en casa, numerosos amigos apretados en el salón,  en largas noches de camaradería. Cuando íbamos a Huesca por los Monegros secos porque nunca había tiempo –o dinero- para hacer los regadíos que ya pedía Joaquín Costa, a comienzos de siglo. Al Aragón completo, al compromiso, y la libertad y el pleno sabor de la vida. Cantamos a los de Huesca y de Teruel que con los zaragozanos habrían de ponerse en pie en un grito sin cuartel con la Bullonera, sin duda cantamos a la libertad que Labordeta presumía difícil de llegar. El viejo profesor advertía que pese a todo había que forzarla para que pudiera ser.

Cuanto nos reímos, cuánto disfrutamos, qué plenos pudimos llegar a sentirnos.  Luego llegaron las canciones de Brassens, doblemente chispeantes en la guitarra de Joaquín. El gorila, el vecino de la tarde lluviosa, las músicas que no nos hacen levantar a los ácratas y que ya casi no podemos confesar por el cariz involucionista de los tiempos.

Y no se apeó del compromiso. Para señalar El sonajero de Martín que aparece 83 años después en la cuneta donde están los huesos de su madre fusilada. O al drama de los rescates feroces de la llamada crisis que se cebaron con Grecia, con una canción al jubilado Dimitris Christoulas, que se inmoló en la plaza Syntagma frente al Parlamento Nacional.

 Y de repente ha desaparecido toda la lucha para recordar al amigo del pasado, de años y años cruciales. Y preguntarme con su canción (minuto 4,41) “adónde fue el amor de los papeles viejos, los colores claros los sueños perdidos y las esquinas de hojas secas que un viento triste barrió muy lejos. Y los recuerdos llenos de sol que secaban el agua del camino. Y por qué se hicieron las puertas cerradas, los pasos rápidos, las horas de soledad, las pálidas caricias de papel  y las flores de ayer tan deshojadas. Porque se hicieron las palabras que llenaban de niebla los rincones”… habiendo sentimientos. Porque las vidas largas y fructíferas se componen de todos esos matices que terminan siendo balance vital, ese balance que hacemos en momentos así.  

Y otra vez a decir que la muerte forma parte de la vida y lo entendemos y hay que aceptarla, pero, coño, cuánto duele cuando se van los seres queridos. Los que se recuperan en ese cómputo final para saber, esto sí, quien formó parte de tu trayectoria. Y relativizar cuanto de bueno y malo nos ocurre. Qué manera de perder el tiempo cuando hay tanto por vivir y sentir. No, el invierno no traía la muerte entre las ramas, tardó décadas en llegar a través de veranos llenos de sol u otoños pare refugiarse de la lluvia y volver a esperar el renacer de los marzos. Con todas la sugerencias de felicidad que se esconden para quienes las saben ver.

En el adiós a Joaquín, tristeza enorme, sentimiento de pérdida personal y colectiva, pero advirtiendo en él un buen resultado de vida. Logros, calor, la huella, el trabajo bien hecho, raíces que perduran y vivifican cuanto se ha tocado. Habrá que echarse un buen trago de vino negro para seguir andando  por todos los caminos. Cuanta falta haría volver a pedir paso y no ceder, no reblar. Las flores del compromiso, la libertad, la decencia, la dignidad, tan vivas.

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