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Carlos Payán, lo que vale la vida
C

arlos Payán significó, para mi familia, una presencia entrañable. Siempre estaba a la hora de los momentos delicados, solidario y comprensivo. Era, como solía decir Jorge Carpizo, una amistad delegada, es decir, un afecto que provenía de la niñez que el director de La Jornada compartió con mi padre (quien falleció 42 años antes) y del acompañamiento que siempre se ofrecieron.

¿Cuánto es lo que se le puede deber a una persona? ¿Cómo se tiene que manifestar un agradecimiento que forma ya parte de la vida misma?

A principios de los años 90, mi madre, Teresa Jardí, fue amenazada de muerte. Mensajes anónimos empezaron a llegar por correo. Puntuales y tenebrosos. El trabajo que realizaba, en la defensa de comunidades indígenas, de luchadores sociales, pero, sobre todo sus denuncias por abusos y torturas que eran una práctica más que frecuente, daban pistas de por dónde podía venir el asunto.

Desde el primer momento, Payán tomó la decisión de hacer visible lo que estaba ocurriendo. Una nota amplia en la contraportada de La Jornada dio cuenta del hecho.

Fueron días difíciles, porque existía un riesgo real de que los autores de las amenazas actuaran. Eso se desprendió de averiguaciones que se hicieron en la entonces Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).

Payán, con una enorme intuición, desplegó la mirada atenta de La Jornada, donde Jardí era además colaboradora, para que no se desvaneciera la denuncia. Las muestras de apoyo no se hicieron esperar y muchas de ellas se manifestaron en las páginas de El Correo Ilustrado.

En cuestiones de seguridad, como era el caso, múltiples factores se tuvieron que hilvanar para que el final no fuera trágico, pero el papel del diario resultó crucial.

Pronto se supo que las series de cartas amenazantes podrían provenir de policías y ministerios públicos corruptos de la Procuraduría General de la República, a los que molestaba el implante que iban lo­grando las organizaciones defensoras de los derechos humanos.

La convergencia de luchadores sociales y las recomendaciones del ombudsman significaron el desenmascaramiento de comandantes de la Policía Judicial Federal que, además de coludidos con el narcotráfico, eran responsables de violaciones a las garantías individuales de quienes tenían la desgracia de caer en sus manos.

Intuían esos siniestros personajes que su poder estaba en riesgo, y resultaban sumamente peligrosos.

Como suele ocurrir en el país, nunca se llegó a dar con los responsables de las infamias, pero la protección con la que tuvo que contar mi madre se prolongó por casi una década. Custodia permanente de elementos de la Policía Judicial del Distrito Federal y después de la corporación federal, para culminar con una guardia de integrantes del Ejército.

Esa experiencia, acaso límite, permitió constatar que el periodismo incide en la realidad social, pero que también lo hace, y esto es fundamental, en la vida de las personas.

Payán, cuando se dice que fue un impulsor de la cultura de los derechos humanos, habría que añadir que lo hizo con carácter de constructor, respaldando cada uno de los esfuerzos en ese sentido.

Es más, la CNDH le debe mucho al periodismo de La Jornada y desde el momento mismo de su arranque como institución.

Han pasado décadas de la historia a la que me refiero, pero no hay día en que, por las más diversas razones, no recuerde la intensidad de aquellos días tan largos, pero a la vez reparo en el significado que sí tienen el compromiso con las causas de la gente, caminos por los que Payán siempre transitó.

Sí, de todo ello se amalgama el respeto e, insisto, la gratitud. Supongo que Payán no habría compartido mi enfoque, porque él hacía las cosas con esa naturalidad que dicta la ética que tienen las personas que son buenas.

*Periodista @jandradej