Estudio

Terror en la jungla: La oposición y el castigo en Jonestown

Ahora parece prevalecer una interpretación sociológica que relativiza la lectura religiosa tradicional con sus diferencias doctrinales

Terror en la jungla: La oposición y el castigo en Jonestown

Modificado el 2019/03/24

Es evidente que muchos entran en las sectas, engañados, pero ¿por qué se quedan? Bastantes salen, pero la mayoría parece estar contentos de estar allí. A raíz de la masacre de Jonestown, todo tipo de especialistas han intentado explicar qué llevó a más de novecientas personas a vivir y morir en esas condiciones. En años pasados predominaba un acercamiento psicológico al tema de las sectas, que habla de “control mental” desde la experiencia de un supuesto “lavado de cerebro” que sufrieron los prisioneros estadounidenses en la guerra de Corea, pero las diferencias parecen ser más que las similitudes, en la comparación de una secta con una cárcel.

¡No nos engañemos! Quien está en un grupo así­, es porque quiere... Es por eso, que estos últimos años parece prevalecer una interpretación sociológica, que relativiza tanto la lectura religiosa tradicional con sus diferencias doctrinales, como la que propone una supuesta ′desprogramación′ psicológica para salir de una secta. El problema es que la sociologí­a observa la realidad religiosa, pero no responde a las cuestiones espirituales últimas, que las ciencias sociales no pueden contestar. Todas las aproximaciones al mundo de las sectas son fragmentarias, porque el ser humano es fragmentario.

Es cierto que no era fácil salir de Guyana. El Templo del Pueblo pagaba los costes del viaje, pero entregabas el pasaporte y todas tus propiedades. Estabas aislado de tu familia y rodeado por la jungla. Sin embargo, algunos salieron de Jonestown, incluso después de llegar Jim Jones. Leon Broussard llegó al cónsul estadounidense, por ejemplo, después de adentrarse en la jungla con la ayuda de un nativo, hasta Port Kaituma. Describió el Templo como una ′colonia de esclavos′, donde eran golpeados y enterrados vivos, pero Jones no sólo negó las acusaciones, le devolvió el pasaporte y pagó el billete de vuelta, creando un precedente para todo el que quisiera seguir su camino. Casi nadie lo hizo′

Es verdad que un tercio de Jonestown eran ancianos afroamericanos que entregaban sus pensiones al Templo del Pueblo, pero tení­an una cama, comida regular y asistencia médica inmediata en Georgetown. Muchas de esas personas en Estados Unidos pasarí­an el tiempo en salas de espera de hospitales públicos, donde recibirí­an un trato a menudo desagradable e impersonal. Cuando oí­an a Jones hablar del crecimiento del Ku Klux Klan y el gobierno norteamericano construyendo campos de concentración, recordaban las cruces ardiendo, la crueldad del sheriff blanco, las mangueras de agua de sus alguaciles y el gruñido de sus perros. El problema del racismo en Estados Unidos no era un invento de Jim Jones.

¿UNA VIDA FELIZ?

Antes de la llegada de Jones, medio centenar de personas viví­a en Jonestown. A pesar del duro trabajo, los pioneros que construyeron la colonia tení­an una vida relativamente feliz, según los testimonios de algunos que sobrevivieron. Limpiaban la jungla de vegetación desde que amanecí­a hasta que se poní­a el sol, pero la camaraderí­a era grande. Después de una labor tan agotadora, disfrutaban de la vida comunitaria sin la vigilancia de Jones y sus lugartenientes, o las interminables peroratas que tení­a hasta la madrugada. Se despertaban con los gritos de los monos al amanecer y trabajaban con el sonido de fondo de las aves, mirando dónde pisaban, pero distinguiendo cada vez más qué serpientes eran venenosas y cuáles no. Los indí­genas se acercaban por la noche, atraí­dos por la comida enlatada, los generadores, pero sobre todo los zapatos, que desaparecí­an con frecuencia.

El Templo del Pueblo compró una casa en la capital, Georgetown, donde pasaban los primeros dí­as los que llegaban a Guyana. Allí­ estaban las oficinas, un cuarto de radio y dormitorios para casi veinticinco personas. Habí­a una sala de estar muy grande, que frecuentaban los funcionarios de Guyana para socializar con las chicas del Templo. No solí­an tener relaciones sexuales. Sólo Paula Adams seguí­a vinculada sentimentalmente al embajador de Estados Unidos, Bonny Mann, que estaba casado. Los miembros del Templo que se quedaban en la capital, era para el aprovisionamiento de materiales y comida, así­ como para concertar las citas sanitarias de todos los miembros que en Jonestown tení­an problemas médicos, al no estar habituados a la vida en la jungla. Lo más difí­cil era tener que buscar fondos de puerta en puerta. No era fácil conseguir donativos de una población ya empobrecida.

La mitad de los habitantes de Guyana eran musulmanes, pero como el cuarenta por ciento eran cristianos. La única iglesia con la que tuvo relación Jones era una capilla católica que llevaba un jesuita llamado Morrison, nacido en Guyana de padres ingleses. Adams le solicitó permiso para hacer una reunión en su iglesia del Sagrado Corazón. Por su talante ecuménico y el carácter interracial del Templo, Morrison accedió. Sabí­a que como evangélicos, no serí­a un culto litúrgico tradicional, pero pensaba que hablarí­a de su ′misión agrí­cola′. Ni se imaginaba el espectáculo milagrero que era capaz de hacer Jones. Ya la publicidad en la prensa anunciaba a media página que ′el ciego ve, el sordo oye y el lisiado anda′. Morrison se quejó del anuncio, pero le dijeron que habrí­a sido un error de la publicidad. Al dí­a siguiente el anuncio era todaví­a más grande. Morrison no se atrevió a cancelar el acto y Jones apareció como un embaucador, bien vestido. Le dijo que era obispo. Y en palabras de su biógrafo, Tim Reiterman, ′no habló de Jesucristo, sino de sí­ mismo y de cómo consagraba su vida en ayudar a los demás′.

VáLVULA DE ESCAPE

En California las deserciones aumentaban. Las que más le dolí­an a Jones eran las de personas cercanas a su cí­rculo de confianza, como su hija adoptada (Suzanne), el hijo de Patty Cartmell (Mike), o Grace Stoen. Ante el distanciamiento de su marido, Tim (Stoen), el ayudante de fiscal que llegó a ser el segundo del Templo, Jones busca un nuevo asesor legal en Gene Chaikin. Este abogado no era tan bueno como Stoen. Le aconsejó mal sobre el problema de la custodia de menores en Jonestown, que hizo que enseguida interviniera un investigador privado de San Francisco. Los únicos disidentes que fueron a las autoridades, sin embargo, eran los Mertle. Este matrimonio habló con un agente del Departamento del Tesoro acusando al Templo de contrabando de armas y falsificación de pasaportes. Sus acciones no dieron resultado, porque Jones debió ser advertido y dejó de mandar armas un tiempo.

El tema que provocó la investigación periodí­stica que acelera la salida de Jones era la cuestión de las pensiones de menores que estaban bajo la tutela del Templo. Como el alcalde Moscone habí­a sido apoyado por Jones, el candidato perdedor, Barbagelata, acusa al Templo de manipulación en los votos, pero también de malversación de las pensiones. Un periodista de un diario de San Francisco, Marshall Kilduff, propone investigar al Templo. Su editor se niega, pero él hace por su cuenta un trabajo para la revista New West que se convierte en la pesadilla de Jones, que intenta descubrir qué información tiene. El reportaje le dejaba peor de lo que imaginaba. Media docena de páginas contaban sus maniobras polí­ticas en San Francisco, California y con Rosalyn Carter, los malos tratos de la Comisión de Planificación, las represalias a los que salieron, sus reuniones a puerta cerrada y todo con testimonios de los disidentes, acompañados de sus respectivas fotos.

Para defenderse, Jones contrató al abogado más controvertido que habí­a en San Francisco, Charles Garry, que presentó al Templo como cristiano comunista. Era de raza blanca, pero trabajaba para las Panteras Negras. Probablemente él fue quien le aconsejó irse cuanto antes a Guyana. Ya estaba su hijo Stephan allí­, el que habí­a tenido con Grace Stone y el que acaba de tener con Carolyn Moore, pero pronto le siguieron los otros tres. Marceline se quedaba en California a cargo del Templo. 380 miembros del Templo le siguieron. El proceso que iba a durar diez años se hizo en apenas unas semanas.

Grace Stoen empezó las gestiones para reclamar a su hijo, pero Tim seguí­a confuso hasta que Jones le acusa de ser un infiltrado de la CIA. Querí­a reafirmar su lealtad, pero Stoen desapareció. Tení­a relación con una mujer de la bahí­a de San Francisco, que no estaba en el Templo. Jones le animó a que fueran juntos a Guyana, pero en su última visita vio que su hijo estaba en las manos de Jones y volvió a desaparecer, mientras Grace contaba la vida interna del Templo en el reportaje.

MALOS TRATOS

Las acusaciones de malos tratos comienzan ya en California. La Comisión de Planificación ordenaba a veces castigos corporales a miembros del Templo, para no entregarles a la justicia por delitos que habí­an cometido. Algunos fueron especialmente crueles como el de Peter Wotherspoon. Este pedófilo fue aceptado en el Templo, a cambio de que abandonara esta práctica. Un niño de diez años denunció que habí­a sido abusado por Wotherspoon. En castigo, fue golpeado de tal forma en los genitales, que tuvo que ser hospitalizado. No le denunciaron y como compensación, se le permitió seguir en el Templo. Los menores no eran sometidos a castigos más que con el permiso de sus padres o tutores. Jones era muy cuidadoso en el aspecto legal de la disciplina del Templo.

Hubo un caso especialmente traumático para los propios miembros de la Comisión. Tení­a que ver con el sexo, que era el tema con el que Jones solí­a perder el control. Laurie Efrein era una veterana miembro del Templo que adoraba a Jones. Una vez la humilló de tal forma delante de la Comisión, que abusó verbalmente de ella, mientras la hizo permanecer desnuda durante horas, delante de todos. Luego Jones se disculpó indirectamente por una de las mujeres miembro de la Comisión. Le dijo que era una ′terapia′, como solí­a llamar Jones a estas cosas. Y lo sorprendente es que ella aceptó las excusas y siguió siendo un miembro fiel del Templo. Ninguna de las mujeres, que eran mayorí­a en la Comisión, se quejó.

Los castigos de Jones eran con frecuencia imaginativos. Un adolescente al que se descubrí­a con cigarrillos tení­a que fumar un puro hasta que le entraban nauseas. O le hací­an limpiar los baños del Templo, al que tení­a un mal comportamiento. A veces el transgresor tení­a que enfrentarse a un combate de boxeo con un miembro más fuerte de la congregación. Cuando perdí­a el control con alguna mujer, podí­a hacer locuras como una que tiraron atada a la piscina. En Jonestown el problema escaló con el ′aprendizaje personal′ por el que separaba a los miembros conflictivos por un tiempo indeterminado. Entonces ya menores fueron puestos en un agujero, pero incluso en ese caso se seguí­a pidiendo permiso a sus padres.

¿INFERNO EN LA JUNGLA?

La cuestión es que en la vida uno se habitúa a todo. Y lo que en la vida normal nos parecerí­a un infierno, los miembros del Templo del Pueblo lo aceptaron con toda naturalidad. La mayorí­a tení­a su vida hecha allí­. Tení­an familiares como esposos, padres, hijos o tutores. Es cierto que nadie se atreví­a a criticar a Jones abiertamente, para no ser acusado de traición, pero la desconfianza era ya la norma en California. Los que veí­an sus fallos y contradicciones buscaban, sin embargo, el modelo socialista que iba a dar ejemplo al mundo.

Un tercio era ancianos en su mayorí­a afroamericanos, que pensaban que estaban más seguros allí­ de la discriminación racial y mejor cuidados que en el sistema público estadounidense. No sólo los llevaban inmediatamente a médicos y clí­nicas de Georgetown, sino que el Templo habí­a formado a un doctor mexicano, rehabilitado de la droga, que pagaron sus estudios y consiguieron su certificación en California, Larry Schacht. Este hombre fiel de Jones era asistido por veteranas enfermeras que daban las primeras atenciones en la jungla.

Habí­a trescientos niños en Jonestown. La mayorí­a demasiado pequeños para trabajar. Seguí­an un sistema educativo por edades que iba desde el nivel infantil hasta secundario, enseñados por maestros experimentados, mientras que en el valle de California donde estaban, iban todos juntos a la misma escuela rural sin estructura y énfasis individual. La diferencia, por supuesto, es que en Guyana aprendí­an no sólo matemáticas, sino también socialismo.

LA HISTORIA SE REPITE

Ya no habí­a tantas reuniones de sanidades. Jones hablaba todas las noches y durante el dí­a por los altavoces, que poní­an música pop, blues, o jazz, sobre todo negra, desde B. B. King o Nat King Cole, a Earth, Wind & Fire. Algunas noches proyectaban pelí­culas de conciencia social como Pequeño Gran Hombre con Dustin Hoffman, El candidato de Robert Redford, El diario de Ana Frank, o miniseries como Raí­ces. La cinta favorita de Jones era Acción Ejecutiva con Burt Lancaster sobre el asesinato de JFK. Todas eran obras crí­ticas, hechas por creadores liberales norteamericanos.

El resto de los dí­as Jones comentaba las noticias a su manera. Lo mismo exaltaba a Idi Amin en Uganda que al régimen soviético, pero todo con un tono apocalí­ptico. Las reuniones eran en el pabellón grande al aire libre, que se ve en todas las fotografí­as de la matanza. Al principio todos podí­an sentarse en bancas grandes como de picnic, pero cuando eran más de novecientos, algunos tení­an que estar de pí­e. Jones se sentaba en una silla como de jardí­n sobre una plataforma bajo el cartel de una cita no bien transcrita del filósofo de origen madrileño, establecido en Estados Unidos, Santayana:

′Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo′, decí­a la frase en inglés. Las imágenes del salón lleno de muertos son de una extraña ironí­a ante tal pensamiento. Esta semana estaba en la presentación del nuevo libro de Antonio Muñoz Molina. En ′Tus pasos en la escalera′ escribe que ′la memoria no preserva el fulgor glorioso de un solo momento que puede no repetirse sino secuencias de hechos, ví­nculos que pueden ser correlativos o causales, pero que advierten de la probabilidad de algo′.

Tal vez por eso dice Isaí­as: ′Acordaos de los tiempos antiguos porque Yo Soy y no hay otro, y nada hay semejante a mí­′ (46:9). Los miembros del Templo de Pueblo debí­an haberse dado cuenta que Jones no era Dios, como decí­a. El hablaba cada vez más de la reencarnación, como si la vida continuara en otro cuerpo después de la muerte. El Ser de Dios, sin embargo, es la verdadera Vida (Juan 14:6). El no enseña la reencarnación, sino la Resurrección y la Vida (Jn. 11:25), para el que cree en Jesucristo. Si nos acordamos de él como el Gran Yo Soy, no confiaremos en falsos dioses, como Jones, sino que conoceremos la vida que triunfa sobre la muerte.


Estudio escrito en Madrid por el Hasta el día de hoy esta página ha tenido 1 comentarios.


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freddy Rodriguez, .república bolivariana de Venezuela comentó lo siguiente: " Creo que esa secta (en cierta forma) fue un ejemplo de lo que dice la biblia: " Dios los entrega a una mente reprobada" " (2019-03-25 07:56:43)



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