Estudio

La relación de Tolkien, Lewis y los Inklings

La biografía de White dedica todo un capítulo a la amistad entre Tolkien y Lewis. Lewis fue, por ejemplo, el primero que leyó El hobbit

La relación de Tolkien, Lewis y los Inklings

Modificado el 2005/05/03

Cuando la película sobre Las dos torres, la segunda parte de la trilogía de Tolkien, El señor de los anillos, triunfa en todo el mundo, aparece también una nueva biografía sobre el autor de este increíble mundo fantástico. El libro de Michael White, que ha publicado ahora Península en una lujosa edición, como parte de su colección Atalaya, es la obra que más se ha difundido este año sobre Tolkien, ya que desvela aspectos hasta ahora poco conocidos de su vida y su obra

Hay ya varias biografí­as sobre Tolkien en castellano, incluida la clásica de Humphrey Carpenter, que ha sido también reeditada en una colección que aparece hasta en los quioscos. Entre su creciente bibliografí­a en castellano hay varias aportaciones hispanas, como la de Daniel Grotta (que ha publicado Andrés Bello), o la de Eduardo Segura, doctorado en filologí­a inglesa sobre El señor de los anillos, y uno de los asesores de la pelí­cula de Peter Jackson. El libro oficial del film está escrito curiosamente por un evangélico, Brian Sibley, que ha escrito varias obras sobre el amigo protestante de Tolkien, C. S. Lewis. Y hay ensayos dedicados incluso a la influencia del catolicismo en su obra, como los editados por Joseph Pearce en J. R. R. Tolkien. Señor de la Tierra Media para la editorial Minotauro. Pero, ¿qué aporta entonces el libro de White?.

Para empezar, White es un biógrafo profesional, que ha escrito sobre personajes tan diversos como Mozart, Asimov o Lennon, pero sobre todo acerca de grandes hombres de ciencia como Leonardo, Newton, Darwin, Einstein, Galileo, o Hawking. Así­ que no estamos ante uno de esos especialistas de Tolkien que se sepa de memoria los nombres de todos los reyes enanos o prí­ncipes elfos. Pero en eso creo que se parece a la mayorí­a de nosotros. Una cosa es que te guste Tolkien, como es sin duda mi caso y el de White, y otra el fanatismo de sus estudiosos, que son capaces de aburrir al más entusiasta de sus lectores, con mapas, canciones, cronologí­as y genealogí­as de la Tierra Media. En ese sentido yo creo que ésta es una excelente introducción a la vida de Tolkien. Es un libro que, lógicamente no aporta ningún dato nuevo a los que ya conocemos su obra desde hace tiempo, pero logra acercarse de un modo claro y directo a la realidad de este hombre, más allá del mito que tantos han construido sobre su persona.

¿Quién era entonces Tolkien?. Nacido en 1892, J. R. R. fue bautizado como John Ronald Reuel en la catedral anglicana de Bloemfoentein, SudÁfrica, donde su padre dirigí­a un banco. Su salud enfermiza y la constante frustración de su madre hizo que regresaran a Inglaterra, dejando a su padre en África, donde murió repentinamente cuando Tolkien acababa de cumplir cuatro años. Su madre se convierte por lo tanto en la principal influencia de su vida. Con ella pasó sus mejores años, viviendo en el campo, jugando en el bosque y leyendo historias fantástica de dragones, que fueron la gran inspiración que dio lugar a su obra. Tolkien comparte así­ con C. S. Lewis, una constante nostalgia de la infancia, que les hace sentirse siempre huérfanos espiritualmente.

La mayor herencia de su madre va a ser sin embargo su fe católica. Cuando ella se convierte a la Iglesia de Roma, toda su familia le rechaza. Su padre era un estricto metodista, que se hizo unitario al final de su vida, y rechazó a partir de ese momento todo contacto con ella. Su cuñado era uno de los pilares de la iglesia anglicana en Birmingham. Era él quien la habí­a apoyado económicamente desde que vinieron a Inglaterra, pero ahora le retiró toda ayuda, dejándola en brazos de la caridad católica. No es extraño que Tolkien aborreciera por eso el protestantismo, que consideró siempre su enemigo. Tanto más cuando la diabetes de su madre empeoró hasta provocar su muerte a los 34 años. Tolkien la vio siempre como una mártir, que dio su vida por su fe.

El catolicismo-romano de Tolkien no es por lo tanto un catolicismo cualquiera. Se trata de la fe del converso. La prueba es que Tolkien encontró su hogar espiritual, como tantos otros escritores de la época, Chesterton, Greene, o Waugh, en los oratorios fundados por Newman, tras su paso de ministro anglicano a cardenal de Roma. El tutor de Tolkien fue un cura del oratorio de Birmingham, que ayudó a su madre cuando estaban sin ningún apoyo, el padre Francisco Javier Morgan. Por medio de él pudo acceder a la educación superior, aprendió muchas lenguas y ′se enamoró del Bendito Sacramento′. Su fe era algo tan sagrado, que en cierta forma estuvo siempre más allá que todas sus fantasí­as. Este es uno de los misterios de Tolkien. Como un católico tan proselitista como él, se pudo resistir a la tentación de hacer de su obra una alegorí­a más clara de su fe. Esta fue sin duda una de sus grandes diferencias con Lewis, que sacrificó en cierto sentido su reputación literaria, para dedicar toda su vida a hacer una auténtica apologí­a del cristianismo, en un medio académico en que ya todos lo ridiculizaban.

Tolkien y Lewis se conocieron enseñando filologí­a en Oxford. Los dos compartieron los años más creativos de su vida. Juntos formaron un grupo literario llamado los Inklings, que se reuní­a en las habitaciones que Lewis tení­a en la Universidad y un pub de Oxford, que tiene todaví­a sus fotos y una placa que recuerda sus reuniones. Allí­ leyó Tolkien por primera vez El señor de los anillos, y Lewis habló de Narnia y las Cartas de un diablo a su sobrino. Esto es así­ hasta la segunda guerra mundial, cuando empiezan a reunirse menos frecuentemente, al empezar Tolkien y Lewis a distanciarse. Su relación se enfrí­a en los años cincuenta, aunque los Inklings continúan hasta poco antes de la muerte de Lewis en 1963. ¿Qué es lo que ocurrió entre ellos?.

White dedica todo un capí­tulo a la amistad entre Tolkien y Lewis. A nadie se abrió tanto Tolkien en su vida como a Lewis, aceptando muchas de sus sugerencias, al ser por ejemplo el primero que leyó El hobbit. Los sentimientos de Tolkien por Lewis fueron tan intensos que no pudo soportar la intrusión de una tercera persona en su amistad: un escritor llamado Charles Williams, que deslumbró a Lewis en cuanto llegó a Oxford. Era mayor que ellos, y habí­a escrito ya veintisiete libros. Trabajaba en la editorial de la Universidad desde que habí­a tenido que dejar sus estudios por los problemas económicos de su padre. Lewis no sólo le introdujo en sus reuniones con Tolkien, sino que luchó hasta conseguir que fuera profesor en la Universidad, aunque no tuviera más que un titulo honorario. Esto despertó los celos de Tolkien, que se vio inmediatamente desplazado de la atención de Lewis, que empezó a tener cada vez más éxito comercial con sus publicaciones, mientras que Tolkien era todaví­a un desconocido.

Lewis se habí­a criado en el ambiente protestante de Irlanda del Norte, pero se consideraba un agnóstico cuando conoció a Tolkien en los años veinte. Para él, el cristianismo era un mito como cualquier otro, por eso le sorprendió encontrar a alguien inteligente como Tolkien, tan comprometido con su fe católica. Su amistad le dió otra visión de Dios, que le llevó a raí­z de una famosa conversación el año 31 a pensar en la posibilidad de que el mito de Cristo fuera verdad. Su conversión llevó a Tolkien a esperar que Lewis se hiciera católico como él, pero lo que ocurrió es que en realidad volvió a sus raí­ces protestantes. Es más se convirtió en todo un apologista de una fe en la que Tolkien pensaba que no habí­a madurado suficiente, cuando empezó a escribir sobre su conversión en El regreso del peregrino: una apologí­a alegórica del cristianismo (1933). Lewis le dedica sin embargo a Tolkien sus Cartas del diablo, aunque en realidad no apreciaba casi ninguno de sus libros. La verdad es que le parecí­an demasiado precipitados y superficiales, ya que él trabajaba muy lentamente toda su obra.

Las historias de Tolkien nacen generalmente como cuentos infantiles, pero cualquiera que haya leí­do su obra se da cuenta de su interés por el detalle. Sus nombres son largamente pensados, aunque en su mayorí­a vengan de las Eddas de la mitologí­a islandesa. Por lo que al desarrollar constantemente sus escritos, sus editores acababan hartos de sus continuas revisiones. Era tan obsesivo en la inseguridad de sus correcciones, que tení­a que reescribir cada libro una y otra vez. Tolkien de hecho nunca pudo cumplir plazo alguno para ninguna de sus publicaciones. Por poner sólo un ejemplo, la edición de tres poemas clásicos de la literatura inglesa que comienza en los años treinta, no la completa hasta los años sesenta. Pero el prefacio se lo solicitaron sus editores de toda forma posible, utilizando incluso la intercesión de amigos. Y finalmente lo tuvo que hacer su hijo Cristopher, que es quien dio a la luz la mayor parte de su obra de manera póstuma. Lewis sin embargo escribí­a desde los años cuarenta un libro detrás de otro, además de colaborar en múltiples publicaciones, dar conferencias, clases y hasta charlas por radio. Lo que explica no sólo su diferencia de popularidad, sino también de ingresos. Sin embargo el tiempo parece haber favorecido a Tolkien.

A diferencia de la mayor parte las biografí­as de Tolkien, White muestra evidentes simpatí­as por Lewis, sin embargo le atribuye una conducta liberal en el aspecto sexual, que no está claramente demostrada. Es cierto que Lewis siendo soltero viví­a en la misma casa con su hermano y una mujer divorciada, Janie Moore, madre de uno de sus compañeros del ejército, que prometió cuidar a su muerte. Pero la diferencia de edad entre ellos sugiere más una relación maternal que sexual. Lo que realmente molestó a Tolkien fue cuando Lewis conoció a otra mujer divorciada, Joy Gresham, una judí­a americana que habí­a sido también convertida al cristianismo. Como vivió antes de casarse con Lewis, un tiempo en su casa con los dos hijos que habí­a tenido con un autor alcohólico, que escribí­a para Hollywood y le fue continuamente infiel, White supone que esa relación era también sexual. Yo creo que no, aunque tampoco podemos llegar a los extremos de su polémico secretario Walter Hooper, que insiste en que mantuvieron una relación célibe incluso aún después de casados, sólo porque ella estaba enferma de cáncer. Entonces Hooper era ministro episcopal, pero luego se hizo luego católico-romano, y ahora ¡espera que incluso un dí­a Lewis sea canonizado!.

Lo cierto es que fue su matrimonio con una divorciada lo que hizo que Tolkien rompiera con él. Ella era además muy independiente, escritora y además presbiteriana. Curiosamente se hizo sin embargo amiga de su mujer, Edith, que siempre lamentó verse obligada a convertirse al catolicismo para casarse con Tolkien. Su matrimonio es descrito de hecho por White como algo frí­o y distante, ya que Lewis parecí­a preferir la compañí­a de sus amigos e hijos, a la de su esposa. Pero esto puede ser otra especulación más del autor. Lo que está claro es que tras la muerte de Joy en 1960, inmortalizada en la pelí­cula Tierras de penumbra, Tolkien y Lewis no volvieron a encontrarse. Y al morir Lewis en 1963, Tolkien rechaza toda invitación a escribir sobre él, aunque Lewis siempre habló y escribió entusiastamente sobre Tolkien y El señor de los anillos.

Así­ acaba la historia de una larga amistad, en torno a la cual se formó todo un grupo de escritores que habrí­an de pasar a la historia de la literatura. Aquel club de Oxford se dedicaba a algo más que fumar en pipa y beber cerveza. Sus conversaciones inspiraron grandes obras que siguen teniendo un poderosa atracción para el lector y espectador contemporáneo. Sus temas son al fin y al cabo los que deberí­an interesar a todo hombre. El poder del mal que representa Mordor, la tentación del pecado que muestra ese anillo, el milagro del perdón y el sentido del amor sacrificado de sus personajes, nos hablan de la realidad de una redención más allá de todo mito. Su exaltación de la nobleza, la integridad, la confianza y la fidelidad siguen hablando a un mundo desesperado. Su obra despierta en nuestro degradado espí­ritu, sed de la bondad y la gloria que hay en el León de Judá, el Cordero que está sentado en el trono, que tiene todo poder sobre cielos y tierra, pero que es manso y humilde de corazón.


Estudio escrito en Madrid por el .


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