El Óscar espiritual de Chloé Zhao

Ya lo decía el documentalista Ai Weiwei en una entrevista de hace poco con El País; debemos acostumbrarnos a ver más nombres y apellidos chinos al frente del ámbito fílmico. Y esto, no solo porque también el cine chino tenga historias que contar y lo haga bien, sino porque, en el escenario de la confrontación entre Estados Unidos y China por ser la potencia económica y tecnológica, también se incluye la vertiente de productor y exportador de cultura. Weiwei, comprometido con el activismo político contra su gobierno, ve esto con preocupación y lo interpreta como una reorientación de la censura del Partido Comunista de China hacia la gran pantalla.

Zhao no entraría en esa categoría de la expansión del séptimo arte made in China. Además de haber criticado también al gobierno chino, desde bien joven su hábitat ha sido occidente, y este se ha convertido en objeto de análisis cultural y sociológico de las pocas películas que ha dirigido hasta ahora. Como Nomadland, donde hace un buen retrato de cómo el individualismo estadounidense se extiende en un sistema que da la espalda a sus trabajadores adultos lo suficientemente viejos y cansados para jubilarse, pero sin garantías económicas para poder hacerlo con estabilidad, pudiendo hacer frente al pago de una vivienda fija cada mes. Una escena en concreto de la película, la creación de una comuna improvisada en medio del desierto, es realmente reveladora de hasta qué punto el ′sueño de vida norteamericano′ ha resultado fallido y obscenamente selectivo.

Uno se pregunta si la película hubiese ganado el Óscar si el director hubiese sido de Estados Unidos o de Reino Unido, y si no hubiese contado con McDormand como protagonista. Con The Rider (2017), en cambio, no tuve la necesidad de preguntarme algo así. Si el Óscar a Nomadland representa, en parte, el reconocimiento del compromiso político y social de Zhao por parte de la crítica, The Rider me pareció una obra en la que el sentido espiritual humano está mucho más desarrollado.

Una historia personal

En Nomadland, la historia se centra en lo colectivo y general. Se pone de manifiesto un estilo de vida que anunciaba comodidades y que daba forma física a los ′sueños′, pero que sin embargo ha permitido que una parte de ′sus′ mayores tenga que vivir en furgonetas desgastadas, de desierto en desierto. Es como una especie de éxodo continuo y con límite de edad. El problema del mensaje colectivo es que cuesta más a la hora de encajar en el receptor individual.

The Rider, en cambio, se centra en el retrato personal para desarrollar una historia que también tiene su dimensión colectiva, pero al hacerlo en primera persona establece otro tipo de reflexión. Recuerdo que, después de verla, no quería pensar en cómo Estados Unidos estaba fallando a sus mayores, sino que me enfocaba en lo doloroso que resulta el proceso de desarrollar, de ir descubriendo el propósito personal y no aceptarlo.

Ambas películas coinciden en el retrato general de esa ′América profunda′, que es una de las cosas que atraen a Zhao. Y, en cierto sentido, hay que reconocerle el esfuerzo por alejarse del plano general de metrópolis y sociedad de clichés culturales, para plantar su objetivo en medio de la nada de Dakota del Sur y perseguir a un joven cowboy cuya historia nos invita a considerar una reflexión nada simple: qué hacer con nuestra vida ante el descubrimiento de que aquello que creíamos ser su propósito, resulta no serlo.

Lo peculiar en The Rider, y que para mí la convierte en una historia más valiosa que Nomadland, es el carácter personal. Es por medio de ese tipo de historias que realmente se plasman con más evidencia elementos propios del carácter y la naturaleza del ser humano, así como su propósito. Es decir, lo endémico del pecado en el ser humano y su solución única descubriendo su propósito de ser reconciliado con Dios a partir del mérito de la obra de Cristo, con el fin de adorarle.

De hecho, el sentido de una historia está siempre relacionado con la expresión de lo humano, de una forma u otra. Incluso en el formato más aséptico que se pueda imaginar, el artículo más estrictamente informativo y comprometido con la idea de la objetividad, tiene que ver con personas, con lo que les sucede o hacen.

No es extraño, pues, que la Biblia esté repleta de este tipo de historias y episodios. De hecho, todo el desarrollo de la historia bíblica conduce al evangelio, lo cual es algo verdaderamente humano, en el sentido más completo del concepto. ¿Puede haber algo que describa mejor lo humano que la encarnación del Hijo de Dios en Jesucristo?

The Rider y la cuestión del desencaje entre propósito y vida

Es realmente peligroso vincular el propósito de una vida con una identidad, un oficio, una pasión. Precisamente, ahora vivimos un momento en el que se aplica a la cuestión de la identidad una capacidad sobredimensionada de definición de la vida. Quienes no sepan decir qué son, tienen serios problemas. A no ser que su elección sea la de no querer saber qué son. Entonces se da por hecho que han encontrado su lugar adecuado.

El problema es que se simplifica todo mucho porque en la vida, la identidad no la define un elemento por separado, sino que hay muchos aspectos que es necesario considerar. El proceso de darse cuenta de esto puede llegar a ser realmente doloroso, y eso es lo que relata The Rider, en cuestión. La decepción con uno mismo, la culpa agravada por la incapacidad, la frustración de las circunstancias y la confusión que, fruto de la mezcla de todo ello, puede llevar a percibir una ausencia de propósito. Y esto es fatal para una sociedad tan concentrada en lo ′productivo′, como la nuestra. Todos ellos son conceptos con mucho protagonismo en el texto bíblico, y que quedan remarcados de una forma singular a la luz del evangelio.

Una de las cosas de la que los maestros de la ley se jactaban ante Jesús era de su parentesco histórico con Abraham, lo cual vinculaban a un legado espiritual. Cuando Jesús les confronta advirtiéndoles de la contradicción de llamarse hijos de Abraham y, al mismo tiempo, rechazar su palabra (Juan 8:37), el desencaje respecto a lo que consideraban su propósito de vida es tal que acaban con piedras en las manos.

Ese es uno de los puntos esenciales del evangelio. Confronta nuestra idea de identidad, desanclándola de aquellos elementos que considerábamos decisivos, y nos anuncia que únicamente Cristo puede resolver nuestra necesidad última de vida, y vida eterna. Por eso, la misma piedra, como escribió Pedro, para unos es preciosa, pero para otros es tropiezo y ′roca que hace caer′ (1 Pedro 2:7-8). Es singular el dolor de una identidad desbancada de cualquier aspecto que pudiese definirla, pero que a la vez permanece alejada de lo único que consolidaría su sentido. Y la identidad en Cristo no es de elaboración propia, sino que forma parte de la manera con la que Dios ha manifestado su gracia.

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