Congreso de la lengua

Joaquín Sabina: cada día canta mejor

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El cantautor se convierte en la estrella del CILE 2019 en una sesión de sonetos, autoparodia y memoria (pero sin música)

Sabina aplaude al público en el Teatro San Martín de Córdoba (Argentina). EFE

Córdoba, Argentina, 29 de marzo, tercer día de Congreso Internacional de la Lengua. La ciudad es inocente, no sabe nada de los convencionalismos del turismo. Por eso, aún no hemos encontrado en ningún bar ninguna foto de Carlos Gardel, de esas que llevan inscritas en el margen "Cada día canta mejor" y que siempre aparecen en los restaurantes argentinos en España. Lo más parecido que vamos a ver seguramente vaya a ser lo de esta tarde con Joaquín Sabina en el Teatro del Libertador. "Joaquín Sabina, cada día canta mejor", parecían pensar los admiradores del cantante español, invitado en el Congreso, se supone que como ponente aunque en la práctica actúe como recitador de sus sonetos.

En realidad, Sabina no canta mejor cada día. De hecho no canta. Su primera frase ante el micrófono hace pensar "Dios mío" por lo maderoso que suena ese timbre, pero el público (llenazo) aúlla de felicidad en cuanto suenan las primeras sílabas. "Qué maravilla de teatro", es la frase. Un poco de contexto. Sabina es el último invitado a hablar en una tanda de breves conferencias llamada 'Poesía y diversidad cultural', que no es un título que signifique gran cosa. Unos minutos antes, la escritora española Elvira Sastre ha contado la manera en que la poesía se convirtió en el gran tema de su vida y se ha ganado otro aplauso conmovedor, fuera de la rutina.

Pero el hombre del día es Sabina, y eso se nota desde el momento en el que sube al estrado, cinco minutos después que sus compañeros de coloquio, razonablemente ágil y guapete, con una americana de cuero bastante bonita; en ese momento los espectadores ya empiezan a aplaudir con la tensión de haber soportado durante días el miedo a una espantada. Qué pillo, Joaquín, cómo les has sacado una ovación para ti solo.

Bien hecho. Sabina se sabe las leyes de negocio. Es bromista y coqueto, autoparódico y un poco melancólico y el público argentino gime de emoción con cada requiebro y es feliz cuando le escucha hablar de Úbeda. Quién sabe qué pensarán de Úbeda, qué tipo de sitio imaginarán. La Nueva Jersey de Springsteen, el Adrogué de Borges, un pueblo lleno de toreros, qué se yo que pensarán.

Antes que nada, un aviso: "No estoy dotado ni para la teoría ni la erudición", dice Sabina, de modo que lanza una frase bonita pero no muy meritoria ("con el auge de los pequeños nacionalismos que por desgracia sufrimos en el mundo, yo me considero de una patria más grande que es mi lengua") y anuncia que va a leer una prosa y algunos poemas.

"No me quejo, tengo amigos y memoria y risas y trenes y bares y una mala salud de hierro. Y un puñado de canciones recién salidas del horno que me tienen orgulloso como un padre primerizo que babea", ha leído el músico, al tiempo que recordaba entre aplauso y aplauso que "como decía Krahe, la superioridad de la canción sobre el teatro es que en éste se aplaude cada dos horas y en los conciertos cada tres minutos".

La prosa está bien: es un relato de su adolescencia escrito con largas frases que, vacilonas, dan vueltas sobre sí mismas y sobre un puñado de imágenes que son deprimentes, cómicas y enternecedoras, todo a la vez. Sabina se retrata a sí mismo como un quinceañero feo y malhumorado, aficionado a la masturbación y enamorado de una vecina que en realidad es más bien vulgar. Los Reyes Magos le han traído una guitarra y, milagro, todas esas piezas sueltas empiezan a encajar gracias a la música y a la vida bohemia que viene detrás. Encajan tan bien, que, al final, la vecina vulgar y con ella, toda la gente vulgar del mundo, aparece dignificada y embellecida, merecedora de un beso. Cómo no aplaudir, aunque sea por agradecer el consuelo que nos da Sabina.

Después llegan los poemas. Caen cuatro o quizá fueran cinco sonetos construidos sobre el más viejo truco del artista: la enumeración de imágenes paradójicas que terminan en un bonito y autoparódico colofón dedicado al desamor o al deseo erótico o a la vejez... En uno de los versos, Sabina parece que insinúa una retirada y desde la grada se oyen voces de desgarro. En otro momento, anuncia que tiene escritas unas cuantas canciones nuevas que se siente "orgulloso de ellas como un padre primerizo" y suenan los bravos. Luego empieza a enumerar partes del cuerpo humano (las axilas, la papada, el coxis, pero todo dispuesto de manera que el texto rime) y llega a la conclusión de que todos esos huesos y pieles son su única patria. Bueno, esa, y el idioma español.

Cuando termina Sabina, la presentadora de la mesa le pide un bis, otro soneto. En el público, alguien grita "¡Que cante!". Y entonces, Sabina hace otro pase torero y dice: "Si supieran la emoción que siento por no tener que cantar".

El día lo va a llevar, al cabo de unas horas, a la plaza del Cabildo de Córdoba, donde está previsto que sus canciones suenen en clave tanguera. Seguro que quedan bien. Sabina volverá a hablar, esta vez junto al director del Instituto Cervantes, su amigo Luis García Montero, y volverá a no cantar, para que así podamos decir todos: "Joaquín Sabina: cada día canta mejor".

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