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Arturo Fernández: un galán de 90 años que continúa en los escenarios

Es un caso único hasta donde la memoria nos alcanza en la historia de los actores españoles. Arturo Fernández llega a los 90 años

Es un caso único hasta donde la memoria nos alcanza en la historia de los actores españoles. Arturo Fernández llega a los 90 años

Es un caso único hasta donde la memoria nos alcanza en la historia de los actores españoles. Arturo Fernández llega a los 90 años en plena gira con su comedia Alta seducción, que piensa continuar representando esta temporada, sin pensar retirarse. "Sólo si mis facultades físicas no me responden", viene diciendo ya desde hace tiempo cuando se le ha preguntado por su jubilación. No la contempla. El teatro ha sido siempre su vida, aunque la televisión y el cine le hayan deparado más popularidad. No conocemos ejemplo alguno como el suyo, pues grandes de la escena como Ricardo Calvo y Rafael Rivelles, que cimentaron su fama antes de la guerra civil, no llegaron en activo a la edad a la que ahora llega el galán asturiano. Galán, sí, porque nonagenario, puede presumir de una envidiable presencia, aunque la voz tenga ya otros matices. Lo que no le resta categoría a sus funciones. En la última está permanentemente en el escenario junto a su compañera de reparto, Carmen del Valle. Y no se resiente de cansancio ni de ánimo. Desde luego, se dosifica. Eso es la maestría, el autocontrol cuando se ha pisado el escenario tanto tiempo.

Hubo una lejana época en la que Arturo Fernández celebraba su cumpleaños en el mes de noviembre. Hasta que su madre lo sacó del error, pues nació el 21 de febrero de 1929, y no en el otoño de 1930 como le decía su padre, equivocado tal vez por su errabunda vida. Había sido mecánico ferroviario, ejerció un cargo de la CNT durante la guerra y hubo de exiliarse a Francia. Arturo se despidió de él con nueve años y ya no lo volvió a ver hasta dieciocho años más tarde. Entretanto, la vida en Gijón, su ciudad de nacimiento, les resultó durísima a madre e hijo. A ella porque trabajaba en un almacén lavando botellas en bidones de agua fría, a razón de cuatro pesetas diarias. El guaje hubo de espabilar a los doce años y ganarse unas pesetas como podía: hasta vendiendo corbatas y crecepelos. Conforme se hizo mayor fue marinero, futbolista los fines de semana y boxeador con seguidores que lo motejaron como "El tigre del Piles", aludiendo a un lugar muy conocido de la ciudad asturiana. Dos años estuvo peleando en el ring, ganando al mes más de lo que su madre en una dura jornada. Con esas perspectivas, sin tener claro su futuro como tantos chicos de la postguerra decidió irse a Madrid, para lo cuál hubo de pedirle a su madre trescientas pesetas, las que consiguió con una aportación también de una tía suya llamada Iluminada. Y no piensen que Arturo Fernández Rodríguez pensaba entonces ser actor. Influyó más en ese viaje ir tras las faldas de una mujer mayor, de la que se había enamorado. No olvidó nunca la fecha en la que pisó por vez primera la madrileña estación de Atocha: 9 de septiembre de 1949. Contaba veinte años.

No sabemos qué fue de aquel amor juvenil, pero sí de los pasos que Arturo dio al principio en los Madriles: se fue derecho, tras alquilar la habitación de una pensión barata en la calle de León, al café Gijón, en el paseo de Recoletos, centro de tertulias de escritores y actores. Pasaban los días y él se limitaba a escuchar en alguno de los rincones, sin decir esta boca es mía. Sus ahorros menguaban. Se encontró a un ayudante de dirección, paisano, que le proporcionó la manera de ganar algún dinero: de extra en algunas películas. En una de ellas tuvo oportunidad de pronunciar una frase, y le pagaron sesenta pesetas. Fue en La Señora de Fátima. Hizo la "mili" y a punto estuvo de "reengancharse" porque así se aseguraba la pitanza, dada el hambre que había pasado antes de vestir "de caqui". Pero pensó que bien podría intentar lo de ser actor profesional. Rafael Gil le echó una mano en 1954, dándole un papelito en El beso de Judas. Y así, poco a poco fue abriéndose paso, con dificultades y paciencia, en el mundo artístico.

Había conocido a Jesús Puente, quien lo recomendó para sustituirle en la compañía teatral de Conchita Montes. Luego entró en la de Rafael Rivelles, con quien estrenó La herencia, de Joaquín Calvo Sotelo. Ambos, junto a Antonio Vico, fueron sus mejores maestros. En la segunda mitad de los años 50, alternaba cine y teatro. En Barcelona, Julio Coll le proporcionó varias oportunidades para lucirse, que no desaprovechó, con títulos muy estimables del llamado cine negro, es decir, películas policíacas: Distrito Quinto y Un vaso de whisky. Y en ese mismo año, 1958, que fue crucial para él, sería el galán de Las chicas de la Cruz Roja, donde tuvieron que encanecer sus cabellos pues así lo requería su personaje, en un reparto con tres bellezas: Katia Loritz, Mabel Karr y una casi primeriza en la pantalla, Conchita Velasco. Rafael Gil volvió a contar con él para una nueva versión, ya en color, de La casa de la Troya, basada en la popular novela de Pérez Lugín, donde conquistaba a una bellísima Ana Esmeralda a la vez que abandonaba su vida de estudiante crápula.

Ya en el decenio de los 60 es cuando Arturo Fernández cimenta su carrera. Es uno de los galanes imprescindibles del cine español, que encara una nueva época en comedias más modernas. Y ahí es donde el asturiano se va consagrando como actor elegante y seductor. Bahía de Palma es un buen ejemplo, donde pudo verse el primer bikini del cine español rodado en aquella isla, que tan espléndidamente lucía Elka Sommer, con la que íntimamente se llevó muy bien Arturo. Y entre película y película tuvo tiempo de ir ganando prestigio en la escena, representando en los primeros años 60 nada menos que Dulce pájaro de juventud, de Tennessee Williams, junto a Amelia de la Torre, y a finales de la década un par de títulos de Juan Ignacio Luca de Tena que le granjearon importantes amistades, reconocimiento de los críticos y notoriedad: ¿Quién soy yo? y Yo soy Brandel. En cuanto a las películas, en ese mismo periodo, rodó Currito de la Cruz, Camino del Rocío, Novios 68 y otras de corte comercial. Y por lo común encarnando personajes simpáticos, desenfadados, conquistadores, que lo simbolizaban como el perfecto donjuán de la pantalla. ¿Y en la vida privada?

Arturo Fernández competía con su buen amigo y colega Carlos Larrañana en cuanto a "ligues" y romances. El asturiano fue más discreto y asegura que con las actrices españolas no solía tener ningún asunto del corazón, fuera de los rodajes y estrenos. Más bien se encamaba con extranjeras. A poco de llegar a Madrid tuvo una aventura con Lupe Sino, el gran amor del torero Manolete. Pero rumores aparte que lo asociaron sentimentalmente con una conocida duquesa, su curriculum amoroso, que se supone nutrido, no puede atestiguarse con nombres determinados. Y así, le llegó el día de su boda con la elegante y aristocrática catalana María Isabel Sensat, con quien convivió hasta 1978. Tres hijos fueron el fruto de aquel discreto matrimonio, chico y chica abogados y otra descendiente dedicada al periodismo. Bien educados, nunca se manifestaron en las revistas. En cuanto a los motivos de aquella ruptura, ni Arturo ni su ex quisieron dar explicaciones en las revistas del ramo. ¿Hubo alguien de por medio, algo inconfesable? El actor siempre ha llevado una vida ajena a los escándalos. Todo un señor. Ha respetado a los informadores y éstos le han respondido, por lo común, de igual modo.

En su manera de ser, aparte de caballeroso y exquisito, Arturo Fernández se esforzó siempre por consejo materno en comportarse con educación, cordial, vistiendo correctamente. Y con respecto al último consejo y tratándose de un actor en ciernes, ya en sus comienzos prefería pagarse un terno que comer algunos días. Con sus primeros ahorros, gustaba de irse a Roma, para ver películas de Marcello Mastroianni que aquí no se estrenaban, y fijarse en cómo vestía. Era su espejo en ese sentido. En honor de nuestro compatriota digamos que fue de los primeros en exhibir americanas beis bien cortadas, impecables blazier de seda, trajes de alpaca…

En las décadas posteriores Arturo Fernández continuó siendo reclamado por los productores cinematográficos. Como no se trata de reflejar aquí su filmografía, compuesta de más de medio centenar de títulos, espiguemos los más conocidos: Cristina Guzmán, que lo emparejó a Rocío Dúrcal, Tocata y fuga de Lolita, Truhanes (que años más tarde se convirtió en una serie de éxito compartida asimismo con Paco Rabal), El crack II, donde José Luis Garci le brindó el papel de un mafioso nacional sin escrúpulos, que él bordaría con apostura y cinismo… Es en los 70 donde comprendió que para asegurarse un buen patrimonio nada mejor que arriesgarse como primer actor, director y dueño de la compañía. Cincuenta y siete años, si no nos fallan los datos, son los que lleva manteniendo ese status, con magníficos resultados, de público que no le ha fallado en taquilla. Y sin recibir jamás subvención oficial alguna. Si algunos críticos le han regateado su talento en esas comedias y vodeviles que ha representado, es otro asunto. Aunque creemos que en términos generales no se le puede negar a Arturo Fernández a estas alturas su brillante historial en el género del teatro de diversión, que no es fácil por otro lado de representar con dignidad y hasta lujo arriesgando su propio peculio. Amén de que su talante dramático como actor ya lo demostró hace tiempo con suficiente solvencia. En ese listado de obras por él llevadas a la escena, recordamos: Pato a la naranja, La chica del asiento de atrás, El placer de su compañía y otras. Con giras por toda España, como la actual, que lo ha llevado más de la mitad del año a actuar fuera de su hogar.

Y ¿cómo es la vida de Arturo Fernández, al margen de su condición artística? La de un hombre que se cuida, por supuesto sin excederse ni en la comida ni en la bebida. Y eso sin practicar deportes. Fuera de sus inicios como futbolista y boxeador, no ha practicado después ningunos otros. Hogareño, pendiente de sus hijos antes de que se independizaran. Nada noctívago. Y siempre con unas ideas muy claras en su forma de ser. Asturiano por sus ancestros; madrileño, también, puesto que ha vivido en la capital ya setenta años. Español, de derechas. Coherente, las aventuras ya hace tiempo que las olvidó desde que una tarde entró en su camarín para conocerlo una abogada bellísima, Carmen Quesada. Desde 1988 están juntos. Con la discreción acostumbrada de él, aceptando ella situarse en un segundo plano, porque nunca ha querido restarle protagonismo.

Arturo Fernández es un gran actor, infatigable en su profesión, a quien sería mezquino restarle méritos cuando a sus noventa años mantiene su nombre con éxito en las carteleras españolas. Hubo un tiempo en el que el entrevistador de turno preguntaba cuál sería su epitafio llegada la última hora. Recuerdo que en el transcurso de un almuerzo donde lo condecoraron con el castizo "Garbanzo de plata", año 1998, al final de su discurso, dijo pensando en ese adiós: "Aquí termina la farsa". ¡Que tarde en llegar!

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