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Política

Hungría: sombras del Este

El país centroeuropeo es revelador del malestar que corroe actualmente las democracias occidentales.

Madrid

"Podremos defender nuestra patria", dijo eufórico el primer ministro, Viktor Orbán, poco después de conocer el resultado de las últimas elecciones celebradas en Hungría.

Razones le sobraban para alegrarse. Fue un triunfo aplastante de su partido, el Fidesz (Unión Cívica Húngara). La alta participación (70%) confirmó la mayoría absoluta del oficialismo, que aglutinó 134 de los 199 escaños de la Asamblea Nacional y prácticamente la mitad de los votos del electorado (49%).

Orbán lograba así un tercer mandato consecutivo —el cuarto de su carrera, puesto que ya había gobernado el país entre 1998 y 2002—, con un discurso durísimo, de rechazo a la inmigración, en particular la originaria del mundo musulmán, y planteando como prioridades la defensa de los "valores cristianos" y la resistencia ante el "multiculturalismo" supuestamente promovido por la Unión Europea (UE).

Cabe pues preguntarse cómo la retórica de un político que dice luchar por una "democracia no liberal", con evidentes connotaciones autoritarias y xenófobas, ha calado tan profundamente en la sociedad húngara. 

Un primer elemento a tomar en consideración en la última victoria del Fidesz, más allá de la retórica alarmista desplegada durante el periodo previo a los comicios, consiste en la parcialidad de los medios en beneficio del oficialismo y la opaca financiación de la campaña, que se caracterizó por una superposición entre los recursos del Estado y los del partido gobernante.

Algo que han denunciado los observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), concluyendo que las elecciones habían carecido de un "debate político genuino".

Tentación autoritaria

Esto ha sido posible gracias al poderío que ha acumulado el Fidesz durante sus años de gobierno, instaurando una red clientelar que entreteje el dominio de la administración pública con sustanciosos negociosos privados.

Semejante acaparamiento de poder se debe, en parte, a las restricciones impuestas, mediante la Constitución en vigor desde enero de 2012, a la autonomía de la Justicia —tanto a jueces como a la Corte Constitucional—.

Una estrategia que ha sido aún más efectiva gracias al hostigamiento sistemático de las asociaciones independientes de la sociedad civil, tachadas de ser el Caballo de Troya de intereses foráneos en la política nacional. 

La pieza clave en esto ha sido el uso como chivo expiatorio del magnate y filántropo húngaro-estadounidense (y de ascendencia judía) Georges Soros, el cual, a través de la Fundación Sociedad Abierta, financia toda una serie de proyectos en el país.

Soros, quien ayudara en sus inicios al joven Orbán, ha terminado siendo execrado como el símbolo de esa globalización liberal que el Fidesz no cesa de vilipendiar. 

El último golpe en esta guerra sucia contra la sociedad civil ha sido la publicación la semana pasada, por una revista afín al Gobierno, de una lista negra de "mercenarios" y "enemigos del Estado", que contempla los nombres de unos 200 activistas vinculados a la supuesta "misteriosa red de Soros".

Una jugarreta que no escatima en acudir a la teoría de la conspiración (con relentes antisemitas) para lanzar al escarnio público a figuras molestas para el poder húngaro.

Por si fuera poco, en mayo el Gobierno impulsará una ley para recortar el margen de acción de las organizaciones independientes.

El precio de la estabilidad

Ahora bien, la fuerza de Fidesz radica ante todo en el relativo éxito de su gestión en el poder. Desde 2010, el PIB ha ido incrementándose y en la actualidad el crecimiento económico ronda el 4%. En ese mismo periodo, el desempleo ha caído del 11,4% al 3,8%.

Entre otras medidas llamativas, el Gobierno ha instaurado un plan de familias (subsidios, reducción de impuestos, etc.) con el fin de atajar dos problemas en un mismo programa: aumentar la natalidad para frenar el estancamiento demográfico y así no acudir a la inmigración.

Todo esto ha sido llevado a cabo, en cierta medida, a contrapelo del dogma de austeridad que prevalece en la Unión Europea (UE). 

El Ejecutivo húngaro no solo ha reducido la independencia del Banco Central, ganando flexibilidad en sus políticas financieras, sino que se ha opuesto a las exigencias del Fondo Monetario Internacional (FMI) de reducir, por ejemplo, las prestaciones familiares y las pensiones de los jubilados.

Por otra parte, buscando recuperar el rol del Estado en los sectores claves de la economía, en contraste con las privatizaciones a gran escala de los 90, logró imponer una bajada de precios para los hogares a las compañías de gas y electricidad. A la vez que ha iniciado un pulso con el sector bancario en defensa de los pequeños ahorristas.

No menos determinante, en la hegemonía alcanzada por el Fidesz, es el haber aportado un semblante de estabilidad a la vida política húngara, que se había caracterizado, desde el fin del comunismo, por las luchas intestinas, la incompetencia y la corrupción de los sucesivos gobiernos.

Hungría, ¿un caso excepcional?

A esto se suma la crisis de los refugiados, que en el año 2015 tuvo en tierras magyares su epicentro. La llegada intempestiva de decenas de miles de migrantes dejó sin dudas una huella profunda en un país en el que apenas el 1,5% de la población es extranjera. 

El Fidesz ha sabido manipular el miedo a la inmigración, asociando sistemáticamente esta a la inseguridad o a la puesta en peligro de la cultural nacional. 

Y es que la especificidad histórica de Hungría se presta fácilmente a los reflejos de fuerte asediado: un idioma sin relación con las demás lenguas indo-europeas, una nación en pugna durante siglos con germanos, eslavos, turcos o incluso rumanos...

Pero una cosa es la excepción y otra la realidad. Y lo cierto es que el repliegue identitario, experimentado hasta el paroxismo por los húngaros, recorre no solo algunos de los países del antiguo bloque socialista —Polonia en particular—, sino que es una tendencia presente en el conjunto de las democracias. Así, el populismo de derechas campa a sus anchas en Estados Unidos, Suiza, Alemania o Italia.

Lo mismo se puede decir de la tentación autoritaria. So pretexto de luchar contra el terrorismo o la inmigración clandestina, los dispositivos jurídicos que restringen las libertades públicas han pasado a ser parte de la realidad cotidiana de las sociedades occidentales. 

Visto de este modo, Hungría, más que una excepción, es la caricatura misma de las dinámicas que socavan actualmente los cimientos de la democracia.

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