Cuando la Universidad de Stanford lanzó un detector de gays

Universidad de Stanford. Wikimedia Commons
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El experimento comenzó de manera inocente. Por parejas, los estudiantes de Stanford que se habían ofrecido voluntarios para participar en un estudio psicológico fueron llevados a una habitación. Una vez allí los dos voluntarios se sentaban juntos en una mesa. Se ponía en marcha el detector de homosexuales.

Los voluntarios tenían delante una pantalla de proyección y frente a cada uno de ellos había un dial. La investigadora, Dana Bramel, les explicaba con suma tranquilidad que el dial mostraba la salida a un “aparato de respuesta psicológica de la piel”.

A partir de aquí las cosas comenzaban a ponerse un poco más extrañas. El aparato, según decían los investigadores a los estudiantes, estaría midiendo sus respuestas subconscientes a una serie de imágenes. Dichas imágenes mostrarían a los hombres en diferentes etapas mientras se desvisten. La doctora hizo hincapié en el siguiente punto: cualquier movimiento del cuadrante en el dial indicaría una leve (o gran) excitación de carácter homosexual por parte de los sujetos.

Luego continuó explicando que los sentimientos homosexuales fuertes harían que el dial “se saliera de la escala”. Más tarde y para tranquilizarles, les aseguraba que ellos serían los únicos que podrían ver el dial que tenían delante, y por tanto los datos se mantendrían anónimos.

Por último Bramel informó de su tarea. Cada estudiante debía anotar el número que alcanzara su marcación y luego predecir la puntuación del compañero que tenían a su lado. El desafío era, esencialmente, adivinar “cómo” de gay era la otra persona.

El detector de gays

La presentación de diapositivas comienza. Bramel no había estado bromeando cuando decía que las fotos mostrarían a hombres parcialmente desnudos. De hecho, casi todos los modelos estaban prácticamente desnudos, todos ellos bajo diferentes posturas seductoras. Cada estudiante miraba las imágenes y luego miraba rápidamente hacia abajo, buscando el resultado del dial.

¿Qué ocurría? Que el dial se agitaba vigorosamente como si hubiera adquirido vida propia. Los sujetos comenzaban a darse cuenta de que, de acuerdo a aquel aparato de supuesta respuesta cutánea psicogalvánica (o algo así), se estaban poniendo “calientes”. A medida que el pase de diapositivas progresaba y las imágenes se volvían más oscuras, la aguja pulsaba hacia arriba con más energía, como si se tratara de un dedo acusador diciéndole al sujeto: “Hola chico travieso, veo que estas teniendo pensamientos sucios”.

En la era moderna es muy posible que un estudiante de Stanford se riera fácilmente al ver que tiene “latentes tendencias homosexuales”. Incluso podría admitir fácilmente tales inclinaciones. Ocurre que este experimento no ocurrió en la “edad moderna”, esto ocurrió en los años 50, en un momento en que los homosexuales eran uno de los grupos más estigmatizados y abiertamente discriminados en la sociedad (en este caso estadounidense).

La homosexualidad era incluso una razón legal para despedir a alguien, para negarse a prestarle algún tipo de servicio o incluso simplemente para arrojarlo a la cárcel. Fue una época donde la propia Asociación Americana de Psiquiatría incluyó la homosexualidad como una forma de enfermedad mental. Por lo tanto, ser señalado como gay no era algo que un estudiante podría ignorar fácilmente.

Así que cuando uno de los estudiantes miraba a la aguja del dial aquello debía ser una mezcla de consternación y terror. A su vez, cada uno registraba de manera silenciosa sus registros e intentaba adivinar lo que el tipo de al lado habría sacado en la calificación. Es muy posible que llegados a este punto cada uno de los estudiantes tuviera como objetivo primordial terminar el experimento tan pronto como fuera posible y salir de allí.

Sin embargo y aunque no lo sabían, no había nada que temer. Nadie iba a ser “despreciado” como gay. Las lecturas en los diales eran todas iguales. De hecho el experimento al completo era falso. Las agujas fueron controladas de manera secreta por los experimentadores, los cuales estaban haciendo subir los niveles hasta los topes mientras las imágenes iban haciéndose más gráficas.

Únicamente ocho de los participantes lo sospecharon. El resto, 90 alumnos voluntarios, cayeron en el engaño por completo. Para Bramel fue un éxito y como ella misma señaló:

La expresión de alivio que seguía cuando desvelábamos que todo era un engaño indicaba que las manipulaciones habían sido totalmente efectivas.

¿Por qué?

El propósito de Bramel y sus colegas era determinar cómo reaccionarían las personas al enterarse de que poseían una cualidad socialmente estigmatizada como era la homosexualidad. ¿Serían capaces de proyectar la misma “negatividad” en el otro estudiante, en un intento de defenderse y meter al otro en el mismo barco? La respuesta es un rotundo sí. Eso fue lo que hicieron exactamente.

Al predecir la puntuación del otro tipo en la sala los sujetos tendían a “adivinar” que era similar a la suya. Esto, irónicamente, era especialmente cierto para aquellos que habían sido juzgados antes del experimento como tipos con una alta autoestima.

Sin embargo, este hallazgo no es la principal razón por la que se recuerda este experimento de la señora Bramel en la actualidad. El estudio se ha convertido en un ejemplo frecuentemente citado en el debate sobre las veces en las que el engaño en la investigación psicológica ha ido demasiado lejos.

Para los más críticos el experimento era horrible, ya que trataba de convencer a sujetos inocentes de que tenían una tendencia sexual, una osadía que iba más allá de cualquier justificación científica. Incluso en caso contrario, los críticos hablan del temor que tuvieron que sentir aquellos participantes que realmente eran gays y no querían que nadie lo supiese.

Ni fue la primera ni será la última vez que la psicología cruza el umbral de lo ético por conseguir un fin.