Mujeres extraviadas

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Ulrich Seidl ha causado momentos de incomodidad, e incluso de repulsión, a los cinéfilos de por aquí. Su trilogía Paraíso, con cintas dedicadas al amor, la fe y la esperanza, contiene escenas que dan ganas de mirar a otro lado. Por ejemplo, la de cuatro turistas sexuales europeas, entradas en años, carnes y copas, que intentan levantar (con poco éxito) el ánimo de un prostituto keniano.

Seidl ha retratado en sus tres películas a otras tantas mujeres extraviadas. Podían haber sido hombres, pero son mujeres. No quiere eso decir, obviamente, que todas las mujeres del siglo XXI estén tan perdidas. Pero sí que en nuestra sociedad existen muchos seres humanos que no hallan satisfacciones en su ámbito cotidiano y las buscan por senderos tortuosos y remotos.

Es curioso que estemos todos, o casi todos, habituados a ver películas de zombis, de terror o de supuestos superhéroes que apalean, navajean y tirotean sin tasa; es decir, de muertos, sádicos o asesinos cuyas hazañas suelen situarse en los terrenos de la ficción. Todo eso nos lo tragamos sin pestañear. Y no es menos curioso que cuando nos cuentan historias reales, como las que pueden protagonizar en Kenia las cuatro austriacas un poco trastornadas, sintamos arcadas y deseos irreprimibles de abandonar el cine a media película.

La protagonista de Paraíso: Amor es una cuidadora de disminuidos psíquicos que querría introducir alguna alegría en su vida sombría. Y que decide probar con el turismo sexual, incurriendo en un doble error: el intrínseco a esta opción y el añadido que supone hacerlo en busca de amor o cariño. La protagonista de Paraíso: Fe es una fanática religiosa, de vida metódicamente miserable, que se empeña en convertir al prójimo, sin que este se lo pida ni, mucho menos, lo desee. Y la de Paraíso: Esperanza es una adolescente decidida a no ahorrarse ninguno de los tropezones que puede dar.

Todos conocemos a personas que sufren estos u otros desvaríos. Seidl las retrata con planos largos y cámara inmóvil, encadenando secuencias a veces brillantes, a veces de un naturalismo descarnado. Es un notario del horror cotidiano, un retratista de ese creciente porcentaje de ciudadanos que padece tremenda pobreza espiritual (aunque sean muy fervorosos) y van quedándose en los márgenes de la sociedad. O, más grave aun, cambiándola a peor.

Es curioso, decíamos, que guste tanto la ficción terrorífica, cuando la realidad asusta más y mejor. Preferimos asomarnos a los abismos ficticios, acaso porque los reales están ya a punto de engullirnos. Cuando alguien como Seidl nos los señala, sólo se nos ocurre salir del cine. Ya sabíamos que nuestra sociedad no soporta la muerte, y siempre que puede la esconde. Ahora sabemos además, visto el repelús que producen ciertas escenas de Seidl, que tampoco soportamos la muerte en vida. Sin embargo, ahí sigue.

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