"Una promotora encargó al bufete un informe para avalar la legalidad de una actuación urbanística. La sorpresa fue ver después ese mismo documento, firmado tal cual por un funcionario municipal y el alcalde; el funcionario, por supuesto, era interino". El episodio lo refiere un conocido abogado de Valencia y con amplia trayectoria política, que pide guardar el anonimato, e ilustra hasta qué punto se han deteriorado los controles en la Administración española, zarandeada por continuos escándalos de corrupción que golpean especialmente el ámbito local y autonómico, que siguen controlando, sobre todo el primero, el urbanismo, el gran financiador de los partidos políticos y de algunas fortunas personales. «Ese caso no es la norma, por descontado, pero hacen falta modificaciones legislativas, más transparencia, controles estrictos para que ese 5 % no ocurra», urge el mismo interlocutor. ¿Y cómo se ha llegado hasta aquí? Algunas de las reformas acometidas por el PSOE en los 80, mantenidas y, en algunos casos, ampliadas por el PP, y la manga ancha en el desarrollo de la normativa por parte de las comunidades han acabado por erosionar la independencia de los funcionarios, cada vez más condicionados por los designios del responsable político de turno. Así, hasta la aparente relativización de los controles internos.

El modelo de Administración española está copiado del francés, estructurado en grandes cuerpos de funcionarios con enorme poder y blindados en su independencia de las injerencias políticas. La joya de la corona es la Escuela Nacional de Administración (ÉNA), el elitista centro de formación que inculca esos valores y que ha nutrido al país de altos funcionarios, cuadros de partidos, presidentes y muchos primeros ministros [la mayoría, incluido François Hollande, donde coincidió con su exmujer, Ségolène Royal]. Quien aspire a trabajar en la Administración francesa al más alto nivel tiene que pasar por la ENA, 27 meses de selecta instrucción. En España, los cursos del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP) „y del Instituto Valenciano de Administración Pública (IVAP) en la Generalitat„ son un pálido remedo. Como casi todo.

«Tenemos formalmente un modelo francés pero cuarteado, donde es posible que el que manda, coloque a los suyos, y cuando pierde, esos se quedan, y estabilizados en su puesto. A mediados de los 80, cuando se empiezan a modernizar jurídicamente el país y los controles clásicos, que en un régimen como el franquista eran más testimoniales que reales y podían soslayarse cuando convenían, se introducen vías de escape que se consolidan con el tiempo y comportan una multiplicación de los mecanismos de injerencia política indirectos: posibilidades de libres designaciones con generosidad y de entrada a la función pública sin control con una oposición abierta», explica Andrés Boix, profesor de Derecho Administrativo de la Universitat de València.

Secretarios e interventores

El resultado, prosigue, es «lo peor de los dos mundos, el modelo francés y el modelo anglosajón tradicional, el ´spoil system´, en el que el que manda, pone a los suyos y cuando pierde, los suyos se van». El caso más paradigmático es el de los dos cuerpos clave de la Administración local, los secretarios y los interventores-tesoreros. La ley 30/1984 de medidas para la reforma de la Función Pública (unida al real decreto 1732, de 1994), la ley de Bases de Régimen Local, de 1985, y la ley de medidas para la modernización del gobierno local, de 2003, ya con el PP, fijaron el marco legal. En los 80, miles de alcaldes socialistas acceden a los ejecutivos locales y se encuentran con una pléyade de funcionarios, muchos de ellos del antiguo régimen y con una cualificación deficiente. Al amparo de la modernización y democratización de las instituciones, las reformas del PSOE, completadas por el PP, cambian la provisión de secretarios, interventores y tesoreros locales, de forma que, manteniendo la condición de habilitados nacionales „el Estado controla el ingreso a través de oposiciones y concursos a nivel nacional„, se extienden las situaciones provisionalidad y la libre designación.

El alcalde acaba poniendo a quien le parece entre el personal que reúne determinadas características. Además, cuando un puesto quedaba vacante, antes era el Estado el que sacaba la plaza. La iniciativa pasa a ser municipal. Desde 2003 se generaliza la libre designación para grandes poblaciones y diputaciones.

Interinos controlando al alcalde

Así, se puede elegir al secretario o interventor, ubicado en comisión de servicio o incluso como interino, para acabar convocando un concurso a medida. Solo si el ayuntamiento no llega a sacar la plaza, el Estado aprueba los concursos «unitarios» para resolver esas vacantes. Sobre esta materia, no hay color político: PP y PSOE están de acuerdo, y lo practican por igual. Como remate, la norma del 87 dejó en manos de los alcaldes la función disciplinaria. En Mislata se dio el caso más emblemático: El exalcalde Manuel Corredera suspendió de empleo y sancionó a la interventora que había sacado a la luz irregularidades. El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, acuciado por el descontrol en el gasto, ha anunciado que los interventores volverán a depender del Estado para garantizar la independencia de este colectivo.

El último paso se da con la ley del Estatuto Básico del Empleado Público, de 2007. Estos funcionarios pasan a ser «habilitados estatales» y convertidos en cuerpos autonómicos, de forma que las plazas, que antes sacaba el Estado, ahora las convocan las autonomías, que también pasan a controlar el régimen disciplinario si lo regulan, como en el caso valenciano. Si los concursos no se convocan, las plazas se cubren con interinos. Más provisionalidad. Por si fuera poco, los alcaldes tienen control sobre las retribuciones de interventores y secretarios municipales a través del complemento específico y la productividad. El panorama es inquietante: Los responsables de controlar la legalidad y gestión de los alcaldes se encuentran desprotegidos en su puesto, pueden ser sancionados y su retribución depende del mandatario local. «El sistema no ayuda frente a posibles corruptelas», advierte Javier Biosca, presidente del Colegio de Secretarios, Interventores y Tesoreros de Valencia, Javier Biosca.

Lo dice con extraordinaria crudeza y hondo poso de amargura Antonio Muñoz Molina, quien trabajó como funcionario municipal en Granada, en «Todo lo que era sólido»: «Los cuerpos nacionales venían de mucho antes de la Guerra Civil y habían sido fundados con el propósito de limitar el poder arbitrario de los caciques territoriales sobre los escalones más débiles de la administración: los ayuntamiento y las diputaciones (...). Habría sido necesario construir una nueva legalidad democrática: lo que hicieron fue sustituir la antigua por la potestad de ejercer incontroladamente el albedrío político». Y sigue: «La ruina en la que nos ahogamos hoy empezó entonces: cuando la potestad de disponer del servicio público pudo ejercerse sin mecanismos previos de control de las leyes y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia o el delirio».

«El control resultaba imposible ya que es inimaginable que alguien ponga reparos a quien le ha nombrado y, además, le paga», escribe el catedrático de Derecho Administrativo Alejandro Nieto, en referencia a secretarios e interventores locales, en otro libro imprescindible, «El desgobierno de lo público». Añade aún Muñoz Molina: «Entre todos los errores de la Transición española (...), uno de los más graves no lo ha mencionado casi nadie: la incapacidad de crear una administración pública profesional, solvente, atractiva como oportunidad de trabajo y progreso personal, austera, ajena a la política y a los vaivenes electorales, escrupulosamente sujeta a la ley». En la Administración estatal, las reformas han acabado abriendo la mano a los nombramientos por libre designación (que en el franquismo aún era más permisiva) y a la injerencia de la política en las decisiones, una deconstrucción que arranca con la cita ley de reforma de la Función Pública del 84. La traslación de toda esta normativa a las comunidades no ha hecho sino incrementar la discrecionalidad. Como ejemplo, en el Estado, de los 30 niveles de la Administración, la libre designación se queda en los peldaños superiores: 30, subdirectores generales; 29, subdirector general adjunto; y 28, jefe de área. Solo en ciertos casos se desciende hasta el 26, jefe de servicio. En cambio, la ley de 2010 de ordenación y gestión de la Función Pública Valenciana convierte en libre designación los puestos nivel 26. Sin embargo, no fue recurrida por el Estado ante el Constitucional. A nadie interesa. En 2011, con el pretexto de la reducción del organigrama para reducir gasto, el Consell procedió a apartar a buena parte de los jefes de servicio, la mayoría de los cuales había obtenido la plaza por concurso, para designar a otros. Un desmantelamiento recurrido ante el TSJCV.

Fiscalización previa y bufetes

La discrecionalidad se ha extendido a otros ámbitos, como los convenios para repartir subvenciones eludiendo los concursos públicos o la proliferación de empresas públicas que, como denunció el Síndic de Comptes, Rafael Vicente Queralt, en las Corts, «nacieron precisamente para huir del derecho administrativo» ya que «no tienen control interno» al carecer de interventor. Ese es «el origen de muchos de nuestros males; no nos extrañemos por todo lo que ha podido pasar», se lamentó. La eliminación de la fiscalización previa de ciertos contratos o el recurso a bufetes privados para arropar caprichos políticos ejecutados desde el sector público, a cambio de jugosas minutas, son otros ejemplos. En el Estado, para ser director general es necesario, salvo excepciones justificadas, ser funcionario del Grupo A. Para ser director general de la Generalitat el único requisito es ser mayor de edad y saber leer y escribir.

En vez de una carrera profesional que ejerza de garantía de imparcialidad e incentive a los funcionarios con mejoras laborales por méritos, el sistema fomenta el ascenso por vía política. La conclusión de Nieto es desoladora: «La verdadera Administración no se despacha en oficinas iluminadas, sino en pasillos oscuros o en el corral trasero de los palacios. El soborno es aceite que abre puertas, motor de facilidades, bula de perdones, llave de arcas, polvo que ciega a jueces e inspectores, viento en popa para los negocios».

Las grietas de la Administración

Hasta 1995, cuando los socialistas están a punto de perder el Gobierno, en España seguía en vigor la ley de Contratos de 1963 y el Reglamento general de contratación de 1975. La primera ley de contratos de la democracia es de mayo del 95, sustituida después por el texto refundido de 2000, del PP, y luego por la ley de Contratos del Sector Público de Pedro Solbes, en 2007. El resumen es que, con la democracia, la legislación sobre contratos públicos no ha hecho más que endurecerse. En paralelo, se han aligerado los controles y la imparcialidad de quienes tienen que ejercer la vigilancia, particularmente en la administración local. Una de las primeras leyes que anunció Eduardo Zaplana al llegar a la Generalitat en 1995 fue una de contratos públicos. Dieciocho años después, aún no ha visto la luz. Y eso que Camps y Fabra han llegado a tener sobre su mesa proyectos para atar corto los procedimientos de contratación. Siguen en el cajón.

El Consell ascendió al interventor general a secretario autonómico

Una muestra de la confusión entre la política y la Administración. El interventor general de la Generalitat, máximo responsable del control interno, es también alto cargo. Hasta diciembre de 2011 tenía rango de director general pero en esa fecha el Ejecutivo de Fabra decidió ascender a su entonces titular, Salvador Hernándiz, a secretario autonómico. Los secretarios autonómicos son los cargos políticos por debajo del conseller y suelen considerarse una suerte de «viceconsellers». Una consecuencia inesperada es que Hernándiz se vio obligado a comparecer en las Corts como el resto de altos cargos. En el episodio de la filtración de un informe del caso Cooperación, que costó el cargo al exconseller Vela y al propio Hernándiz, al diputado del PP Rafael Blasco, quedó en evidencia esa relación promiscua.